martes, 5 de julio de 2011

La militancia de las mujeres durante los setenta

 Si miramos más de cerca la historia reciente de nuestro país -esos años de grandes utopías libertarias, de movilizaciones políticas y sociales, pero también de duras represiones y violencia- cuando pensamos retrospectivamente en la década de los sesenta y setenta se nos hacen presentes los nombres de sus “protagonistas”: el Che Guevara, Mao, Fidel, Perón e innumerables más. Casi no viene a nuestra memoria el nombre de ninguna mujer. Entonces uno se pregunta: ¿Es que las mujeres no participaron de esta movilización, de esta militancia, de la multiplicidad de formas que adquirió la práctica política, de los cambios culturales que se hicieron presentes y que modificaron en profundidad la vida de los sujetos y de la sociedad durante esos años?
La respuesta más sencilla sería pensar que no. Acostumbrados a enmarcar nuestros pensamientos como la cultura y la sociedad lo han dispuesto, pensamos que las mujeres debían de estar en ese momento en su casa, con sus hijos y sus maridos, pensando en coser y limpiar. Nos remitimos de inmediato a ese lugar que la misma estructura social (nosotros y los otros), la religión y el Estado le han asignado: la de ser el pilar afectivo de ese nucleamiento fundamental para toda la organización social occidental, la familia. Sin embargo mirando más de cerca descubrimos que la movilización y la militancia de las mujeres fueron más importantes de lo que un primer ejercicio de imaginación nos revela: el 30% del universo total de detenidos desaparecidos estuvo constituido por mujeres. Pero volvamos un poco hacia atrás.
En la década del ’40 las mujeres conquistaron el sufragio (1947) y  en 1952 accedieron por primera vez a la representación política formal tanto en el Congreso Nacional como en las Legislaturas provinciales. No obstante, las estructuras sociales y culturales generalmente se transforman de manera más lenta que los cambios políticos y económicos. Los hogares cordobeses seguían teniendo en su seno, allá por los sesenta,  padres ajustados a las tradiciones, machistas, que no comprendían por qué una mujer debía ir a la escuela y, claro esta, menos a la Universidad. Reproducían la idea de que tanto su esposa como sus hijas debían zurcir medias dentro de la casa y aprender lo básico para sacar cálculos cuando hacían las compras en el mercado. Las reglas eran claras y los espacios para los hombres y las mujeres también. Hay que considerar, sin embargo, que hubo padres y sobre todo muchas madres, que por influencia de algunas ideas políticas o porque el destino así lo quiso, “entendieron” prontamente que había que dejar que sus hijas abandonaran este ancestral juego de roles y les permitieron cumplir deseos anhelados por ellas y postergados por tantas mujeres durante tanto tiempo. Aún así no debemos engañarnos: todos fueron producto social de una época, hombres y mujeres. Una generación nacida en los años ´40 y ´50 no podía borrar de un plumazo los estereotipos de la sociedad en que fue forjada. El gran impulso que tomó la participación política de las mujeres, que durante los ´60-´70 se integraron al espacio público como nunca antes lo estuvieron, no excluye el hecho de que el machismo o el moralismo se mantuvieran aún en aquellos grupos que buscaban cambios sociales revolucionarios.  
Procesos culturales críticos y experiencias de crítica cultural que en una ciudad mediterránea como Córdoba se realizaron, con las especificidades que adquirieron en el desarrollo local,  de forma sincrónica a los europeos. Así, los modelos revolucionarios a nivel internacional se presentaron como ejemplos de participación política alternativa para un importante número de jóvenes que, sustituyendo los modelos tradicionales de participación y, en el marco de un paradigma radical de cambio social, cultural y político, impregnaron con la palabra “política” todos los ámbitos de la vida de la ciudad. De esta manera, las múltiples y diversas organizaciones políticas, estudiantiles y religiosas, estuvieron conformadas por un número mayoritario de jóvenes dispuestos a todo por la realización de un cambio profundo en las estructuras que regían en el país. Ejemplo de esta conciencia revolucionaria encauzada en cuanta protesta, disidencia o disconformismo hubo en la sociedad se manifestó en el Cordobazo, en mayo de 1969, y continuó en una escalada de acciones de masas, extendiéndose por todo el país con un crecimiento constante y sostenido hasta 1975, cuando la violencia y la represión apagaron la “primavera de los pueblos”
¿Cómo se expresaron las rupturas?
Las mujeres “conspiraron” contra sus madres y padres cuando “vestiditas y alborotadas”, pintados los ojos con un negro intenso y las bocas con diferentes colores llamativos, a lo que se sumaba unas cortitas minifaldas, llegaban a la puerta de los cines Angel Azul o Sombras, donde proyectaban las películas consideradas “políticamente comprometidas”. Las francesas e italianas, Bertolucci, Godard, Fellini, Troufau, algún cine que venía de Europa del Este: Bergman, cine ruso, checo, siempre anti- yanki, a lo que se sumaba el compromiso político de la música, el teatro y la literatura -sobre todo latinoamericana- fue constituyendo el gusto cultural de más de un joven cordobés en aquellos años. Carlos Fuentes, Vargas Llosas, Cortazar con su Rayuela, García Márquez y los Cien años de Soledad, Roa Bastos, entre otros, fueron parte de la biblioteca personal de más de uno. Por otro lado, la música comercial (nacional e internacional) se reemplazó por aquellas expresiones puramente “locales”. El folclore latinoamericano, se escuchó no sólo en las peñas y en los Recitales de Radio Nacional, sino también es esas incansables guitarreadas de compañeros, convirtiéndose en la opción musical elegida por la mayoría. Por último, muy importante para la vida cultural de Córdoba fueron las puestas del LTL (Libre Teatro Libre) y del Grupo La Chispa, artistas que se consideraba que hacían teatro para la revolución. 
A partir de esos años también, una gran cantidad de mujeres se incorporó a las Universidades y especialmente desde allí a la militancia revolucionaria y social. Fueron momentos de auge de la participación política de las mujeres, un punto de inflexión histórico trascendente para la comprensión del protagonismo político de las mismas.
Participaron en asambleas donde se criticaba al sistema capitalista y donde era señalada la necesidad del cambio profundo, del socialismo y del comunismo. Se habló de dictadura del proletariado y muchos creyeron que la vía para llegar al socialismo era el poder obrero y, por lo tanto, la proletarización fue una acción militante más. También se sumó gente a la causa revolucionaria mediante la llamada “militancia de hormiga” que consistía básicamente en deambular continuamente de un lugar hacia el otro intentando por medio de la palabra atraer jóvenes a las distintas agrupaciones.
Quizás la acción militante más común fue el acto relámpago. El lugar elegido: la calle y si era la más transitada mucho mejor. Muchos se disfrazaban y ocupaban el asfalto, hasta que llegaban las fuerzas represivas a caballo o en tanquetas y había que dispersarse. 3 a 5 minutos de puesta en escena, como en un teatro…Entonces con sonido, con voces, con cuerpo, con ropa, con pinturas, grababan en la memoria de los que pasaban por allí  las reivindicaciones políticas. Siempre había alguien que le ponía a cada uno en la mano un papel y ese papel iba a un bolso que iba a una casa. Con precisa organización y dividiendo tareas se hacían volanteadas y pintadas en todo momento posible. Unas diez personas hacían un acto relámpago, con funciones distintas. Estaba el que tiraba miguelitos, el que tiraba las molotov, el que hacía las pintadas, los que movían los materiales para cruzar en la calle y cortar el tránsito…Tanto mujeres como hombres participaron indistintamente en cualquiera de esas cosas.
Para estas mujeres el hecho de empezar a militar a veces surgía como una necesidad de cambio social y otras como medio para romper con las tradiciones familiares. Son mujeres que por aquellos años ingresaron masivamente en la Universidad, donde estudiaron y militaron a la par de los varones. Para las mujeres de los ´60 y ´70 el emanciparse de la familia, el trabajar para mantenerse, el estudiar y el volverse independientes fueron cuestiones prioritarias.
En este contexto, la constitución de la pareja como matrimonio fue, en la mayoría de los casos, un “acto de mal gusto”, salvo en algunas que, como forma de concesión a sus familias, pasaron por “el Civil”. Sin embargo, el casamiento por iglesia se volvió algo casi impensable entre los sectores de izquierda abocados en ese momento a cuestionar a la iglesia y a la familia como núcleo básico de la sociedad. De hecho la consumación de la pareja se daba por el mismo hecho de irse a vivir bajo el mismo techo sin pasar siquiera por el registro civil.
Definitivamente fueron más “promiscuos” que sus padres, al vivir en comunidad, compartiendo su privacidad con por lo menos tres personas más. Nos atreveríamos a decir que ninguna de ellas, como si lo hicieron sus madres, llegaron vírgenes al matrimonio. Quizás podría existir una relación directa entre el alejamiento de los rituales con el hecho de estar inmersas en la participación política.
Casi la totalidad de los testimonios mencionan o dejan suponer que las parejas se formaban entre militantes de la misma organización, la mayoría de las veces, o de alguna otra organización considerada “cercana ideológicamente”, pero casi siempre se trataba de militantes. Muy pocos casos tienen parejas no militantes. Por otra parte, no era bien visto que la pareja de alguno de los miembros de una organización no militara, por lo que se trataba por todos los medios de que se sumaran a la lucha no sólo la pareja sino también la familia, los amigos y los hijos, ya que el vivir en un contexto de sacrificio, lucha y revolución inminente hacían prácticamente imposible mantener vínculos por fuera del grupo de militancia. Las parejas muchas veces fueron inestables y era frecuente ver a la misma gente renovar constantemente sus relaciones amorosas. La frecuente formación de nuevas parejas se aceptaba sin tantos tabúes. Aunque varios dicen que en esos años el amor libre era una práctica común en algunos grupos, otros, sin embargo, sancionaban con dureza la infidelidad, ya que la consideraban una traición. Y aunque unos expresen que ese amor podía ser libre también coinciden con los otros en que la mentira y el engaño no eran bien visto. Así la infidelidad aunque seguía existiendo era criticada y hasta sancionada.
La familia como núcleo básico se resignificó para transformarse en una familia ampliada compuesta por compañeros: se comparten las casas (casas operativas) donde convivían hombres y mujeres, niños ajenos y propios, todo en el marco de la militancia. Las nuevas familias estuvieron conformadas por lazos de amistad o ideológicos. Y es a veces por ésta misma ideología es que decidieron emanciparse, que decidieron compartir con los demás, con sus compañeros de militancia. Así, la convivencia comunitaria estrechaba aún más los lazos de solidaridad, de confianza, de compañerismo; esta nueva dinámica planteaba el desafío de aceptar y aprender a compartir las tareas y los nuevos roles como compañeros, como mujeres y como hombres. Uno de los puntos centrales para comprender las transformaciones que se operaron en la forma de concebir la pareja y la familia es la construcción de la imagen del “compañero/a”. Sin dudas la diferencia operada en pasar a denominarse compañero/a borraba las diferencias entre los géneros dentro de la vida cotidiana. Ya no había roles instituidos que cumplir. Todas las actividades se compartían, ya sea en la pareja o en la convivencia de mujeres y hombres en una misma casa. Es allí, en esos nuevos hogares comunitarios donde también se redefinían las reglas de convivencia y se comenzaban a compartir las tareas domésticas. Es allí donde, no sin conflictos, los hombres también cocinaban, limpiaban y lavaban sus calzoncillos y hasta se hacían cargo de los niños si era necesario. En la mayoría de las organizaciones puede verse un esfuerzo, al menos discursivo,  por lograr la igualdad entre hombres y mujeres en las actividades, tanto dentro del partido como dentro de la casa.
Pero al parecer esta igualdad  no siempre fue fácil de lograr. Las mujeres tenían que hacer malabarismo entre lo que se denominó el doble, triple, cuádruple rol, es decir, estudio, trabajo, la militancia, la maternidad y la familia.
Estas transformaciones en la manera de concebir la pareja y la familia se produjeron de manera casi paralela a la comercialización masiva de la píldora anticonceptiva, que proveyó a las mujeres de sectores medios y altos de una valiosa herramienta para controlar su reproducción. Pero no todas las usaban. Existieron reticencias a su uso. Sin embargo, el poder pensarse con más libertad a la hora de tener relaciones sexuales con su pareja produjo también una postura diferente ante otros métodos anticonceptivos. Fueron estas mujeres las protagonistas de una “revolución sexual” que separó reproducción de placer. El descubrimiento de la pastilla anticonceptiva puede ser considerado como uno de los avances tecnológicos de este siglo que tienen consecuencias más importantes sobre los comportamientos sociales, produciendo una resignificación de la familia y de las relaciones de pareja.
Con respecto a la maternidad y al cuidado de los niños, existía en algunos sectores militantes de izquierda de la época una concepción que sostuvo que los hijos no eran una propiedad privada de sus padres, sino que eran los hijos del pueblo, los hijos de la Revolución. Y había que dejarlos ser libres, debían ser impulsados a la diferencia y al cambio. De esta manera vemos cómo se alejaban de las tradiciones más conservadoras en las que el control de los hijos es la tónica dominante. En los testimonios se menciona una nueva manera de concebir la relación con los hijos en vistas de la nueva sociedad que se deseaba crear. La maternidad y la militancia parecen no haber sido contradictorias. Para las mujeres militantes no había una “opción” o delimitación entre la vida pública y privada, entre proyecto colectivo y personal, todo era parte de la misma decisión. Sin embargo, para algunas militantes la idea de concebir niños por aquélla época les pareció una responsabilidad que no podían asumir en la cotidianeidad que exigía la vida militante. En cambio, otras sostienen que el ser madres era parte de la tarea militante, por lo tanto el hecho de tener y criar hijos no lo veían como un obstáculo para la acción política.
Igualmente, más allá de las discrepancias entre las diferentes mujeres todas acuerdan en señalar que el hecho de compartir la crianza y el cuidado de los hijos era responsabilidad tanto de la pareja como del resto de los “compañeros”, es decir se asumía como una tarea militante más. Si bien en la teoría todos bregaban por una crianza compartida, en los hechos no todos los hombres se hacían cargo de compartir esta responsabilidad. Había mucha solidaridad entre las compañeras que habían tenido hijos o que estaban embarazadas, sin quitarle espacio a las necesidades que demandaba la revolución.
La construcción de un “espacio de iguales”, se sustentó en la imagen del militante, del compañero, del Hombre Nuevo, quién reemplazó a la familia y a los amigos en los espacios de socialización y en la vida cotidiana. La militancia se constituyó en estas organizaciones como una cultura que englobaba prácticas y representaciones; otorgando significación a muchos aspectos de la vida de aquellos que participaron de la misma, tanto en las acciones dentro de la esfera pública como en aquellas acciones vinculadas al espacio privado, como puede ser la construcción de la pareja y la crianza de los hijos. Esta “sociedad en miniatura”, se basó en la construcción de relaciones de igualdad entre sus miembros, sin diferencias “de género, ni sociales”, al menos teóricamente.
Las diferencias entre los géneros no era un tema de discusión, ni merecía una reflexión teórica, porque las prioridades estaban en otro lado. Pero aunque no lo habían anunciado como feminismo partían de la base de la construcción de la figura del compañero/compañera como un espacio de igualdad. Lo practicaban día a día, lo militaban en la cotidianeidad, lo peleaban. Dejaron los debates y las reflexiones intelectuales sobre los temas de la mujer y muchas otras cosas para otros tiempos, que quizás tardó mucho más de lo que muchos imaginaron. Es lo que en palabras de Ana María Fernández quedó enunciado como “fuimos feministas sin saberlo”.
Fuente:  Lic. Ana Noguera  http://www.cbanoticias.net/

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